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Cuando Alejandro Casona [1] (Besullo, 1903 – Madrid, 1965) estrenó La dama del alba el 3 de noviembre de 1944 en el Teatro Avenida de Buenos Aires, era un dramaturgo con un amplio repertorio de obras teatrales que le habían hecho ganar el respeto del público y de la crítica [2], había dejado España a causa de la Guerra Civil y seguía cultivando su talento en América. La obra, dedicada a su tierra de Asturias, mantiene a los espectadores en la casa de una aldea apartada del tiempo, encerrada en sí misma, donde una muerte muy humana toma la forma de una peregrina que visita el pueblo para cumplir con su inevitable labor.
Sesenta y ocho años después, entre el 16 y 17 de noviembre de 2012, La dama del alba vuelve a ser representada por el Teatro Español de Berna, una compañía con varios años de trabajo a cuestas, fundada y dirigida por Regina Sanz-Cea, que ha llevado numerosas obras españolas al público residente en Suiza, ha cosechado éxitos fuera de sus fronteras y, por lo visto en su última función, cuenta con una gran cantidad de allegados. La puesta en escena nos transporta a esa aldea española imaginada por Casona, nos hace olvidar la cercana Helvetiaplatz, el puente de Kirchenfeld y el río Aare, para llevarnos a la sala comedor de una familia asturiana, donde desfilan vestidos tradicionales, acentos peninsulares y léxico olvidado de nuestras hablas cotidianas.
Me enteré de la obra por casualidad, cuando fui a LibRomania para la lectura de Ángela Pradelli. La parca publicidad me hizo temer que la función no tendría lugar. Cuando llegué (sobre la hora) a Calvinhaus, la sala de una parroquia evangélica en Berna, alguien me preguntó en la entrada si yo era “del club”. Respondí que no sin saber de qué club me hablaban porque igual no pertenezco a ninguno, pero me quedé con una inquietante sensación de estar “colada” entre el numeroso público, una de las razones por las que no permanecí en la sala cuando al terminar la función sacaron tortilla española y comenzaron a montarlo todo en las mesas del fondo para un aperitivo.
Instantes después de conseguir con dificultad un asiento que no estuviera ocupado o reservado (las fotos demuestran mi mala ubicación), se abrió el telón. Un escenario ancho, penumbra periférica, luz de velas y una chimenea creativamente montada reproducen un ambiente nocturno, que pretende darle la espalda al tiempo, pues, de hecho, este se detuvo para la Madre (interpretada por Paloma Pérez Miramón), y se recupera esa sensación cuando aparece el cadáver de Angélica después de cuatro años de ausencia (“con una sonrisa buena, como si acabara de morir”). Pero el tiempo seguía su curso y hacia el fondo, en el centro, estaba un reloj de péndulo (en perfecto funcionamiento) para recordarlo.

De izquierda a derecha, Marisa Ahles Mora (Telva), Pedro Herranz Hernández (el Abuelo), Paloma Pérez Miramón (la Madre) y Regina Sanz-Cea (la Peregrina)
El montaje de La dama del alba a cargo del Teatro Español de Berna contó con un reparto de diez actores. Al coordinar intérpretes de diversas generaciones y experiencias actorales (variedad generacional también hallada entre el público), se notó el esfuerzo de dirección por parte de Regina Sanz-Cea, quien también representaba el papel estelar de la Peregrina. A pesar del amplio elenco, la comparación con la obra original revela que se redujo la cantidad de personajes: hubo un niño menos y se prescindió de las sanjuaneras y los mozos, ausencias que no le restaron fuerza a la obra.
Regina Sanz-Cea dijo al final de la función que era la primera vez que tenía niños actuando en esa obra. Me pregunto cómo habría hecho antes, dada la importancia de los roles infantiles en La dama del alba. Gabriela Cabezas Gómez y Álvaro Born Díaz encarnan a Dorina y Falín, los niños que sufren las consecuencias de la pérdida de Ángelica, la hermana mayor, por lo cual se les impide ir a la escuela y cruzar el río. Gracias a ellos, la Muerte o Peregrina se queda dormida y falta a su cometido la noche de invierno en que visita la aldea: llevarse a Martín, el esposo de Angélica. Los niños la cansan con sus juegos y la hacen reír por primera vez: “¿Qué es esto que me hincha la garganta y me retumba cristales en la boca? (…) ¿La risa? ¡Qué cosa extraña! Es un temblor alegre que corre por dentro, como las ardillas por un árbol hueco. Pero luego restalla en la cintura, y hace aflojar las rodillas…” [3].
Los diálogos con Telva (Marisa Ahles Mora) y el Abuelo (Pedro Herranz Hernández) le dan una gran fuerza a la interpretación y actúan de contrapunto porque ellos son quienes desafían a los otros personajes y les hacen confesar sus angustias, a la vez que descubren sus grandes tragedias. Destaca el contraste entre la resignación de Telva, que perdió a sus siete hijos el mismo día (en la explosión del grisú en la mina) y la madre que no logra superar el fallecimiento de su hija mayor (quien, como después se descubrirá, no está muerta). Mientras tanto, el Abuelo, que llegó a sobrevivir ese accidente de la mina, ve con tristeza morir a personas más jóvenes que él y no teme enfrentarse a la Peregrina. Esta se desespera porque todo lo que toca muere, porque no puede experimentar el amor sin hacerle daño a quien ama, y se siente halagada cuando la llaman “mujer”, “la palabra más bella en labios de hombre”. Aunque dice que ella solo obedece y no decide a quien se lleva, termina tomando una resolución y convenciendo a alguien de acompañarla.
Cristina Díaz Gandía encarna a Adela, la mujer salvada por Martín en el río, llena de bondad y con un aire ingenuo. Por su parte, José Martínez Vargas hace entrever desde el principio que la supuesta dureza de su personaje Martín no es más que un caparazón. En un rol pequeño, pero salpicado de humor, tenemos a Rainer Schneuwly interpretando a un esforzado Quico.
Aunque a Adela la comparan y la quieren hacer semejante a Angélica, cuando esta aparece en la figura de Mª Eugenia Castro Pérez (con vestido amarillo, pelo revuelto, tonos exaltados), vemos que no se parecen en nada, quizás para demostrarnos la distancia entre el ideal en el recuerdo de todos y la hija pródiga que regresa buscando consuelo y perdón, sin suponer que ha dejado atrás una imagen falsa de sí misma.
“¿Qué importa [una imagen falsa], si es hermosa? La belleza es la otra forma de la verdad”. Estas palabras en boca de la Peregrina pueden resumir el planteamiento de la obra, donde los secretos quedan guardados y la gente desea creer en milagros y leyendas. Toda esta belleza es una verdad terrible: una mujer pierde su lugar en el mundo y tiene que morir para que no rompa el balance en la familia.
De entrada, a la elección de un gran texto como La dama del alba se le puede aplicar lo de “Quien a buena obra se arrima, buen público le cobija”, como había escrito en otro de mis artículos. Esto, sumado a un equipo bien llevado, una dirección experta y una actuación veterana en los papeles clave, justifica la cantidad de gente que se dejó llevar a la sala de Calvinhaus para esta representación. El Teatro Español de Berna nos ha entregado una obra de fantasía y de poesía pura, que sorprende a quien la ve por primera vez y nos permite volver a saborear las palabras de Alejandro Casona a quienes ya las conocíamos.
La dama del alba, de Alejandro Casona
Dirección: Regina Sanz-Cea
Elenco: Regina Sanz-Cea, Marisa Ahles Mora, Paloma Pérez Miramón, Cristina Díaz Gandía, Mª Eugenia Castro Pérez, Gabriela Cabezas Gómez, Pedro Herranz Hernández, José Martínez Vargas, Rainer Schneuwly y Álvaro Born Díaz
Luces y sonido: Rainer Schneuwly
Lugar: Calvinhaus, Berna
Más sobre La dama del alba, por el Teatro Español de Berna
Programa de mano de las funciones en noviembre de 2012
Nota de la Embajada de España en Berna
________
[1] Seudónimo de Alejandro Rodríguez Álvarez.
[2] Entre ellas, La sirena varada (1934), Otra vez el diablo (1935), Prohibido suicidarse en primavera (1937) y Las tres perfectas casadas (1941).
[3] Las informaciones sobre la vida y obra de Alejandro Casona, así como las citas textuales de La dama del alba fueron tomadas de la siguiente fuente:
Casona, Alejandro (1974): Obras completas, tomo I. Madrid: Aguilar.
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