Rolf Schneider no podía imaginar que un preludio de Bachianas brasileiras lo esperaba en el avión de Cayman Airways. Avanzó entre las filas de asientos a pasos cortos, como los acordes tímidos, sembrados de pausas, del piano al inicio de la suite n.º 4. Llevaba en la cabeza el preludio de La flauta mágica de Mozart mientras caminaba con su maletín viejo lleno de partituras. El mismo rostro bronceado de Rolf Schneider parecía un pentagrama y su cabello rubio había adquirido un color desvaído por los años y el sol. Reconocía que un músico ya no podía pensar ni dormir en silencio. Cada recuerdo, cada acción, cada plan se adherían a una pieza como el musgo a los árboles o las enredaderas a los muros. Rolf Schneider cargaba en su mente una música de ejecución perfecta, aunque a veces fragmentada o engarzada en otras piezas. Así le pasaba en Austria, con tanto peso de tradición y de siglos, y le seguía pasando en Gran Caimán. Amaba vivir en la isla, sentir el sol eterno, tocar el piano con vista al mar, dejar que sus perros nadaran en la playa, contemplar a los turistas que renovaban las caras todos los días. Había nacido en Salzburgo, la tierra de Mozart, y lo recreaba al dar cursos y conciertos en distintas partes del mundo: un mes en Canadá, tres meses en Australia, una semana en Francia, o tres en Brasil, que lo esperaban en ese momento. Lo reconfortaba atravesar estaciones y husos horarios por la música, reinterpretar a Mozart en lugares geográficos y tiempos diferentes. Su trabajo escapaba a toda rutina, siempre con alumnos nuevos en otros idiomas. Se llevaba a la perfección con el inglés británico que empleaba a diario en Gran Caimán, con el cual impartía la mayoría de sus clases. Su esposa, austríaca como él, esperaba en la casa de la playa sus regresos. Sus hijos vivían en tres países distintos. El mayor ya lo había hecho abuelo.
Rolf Schneider ubicó su maletín en el compartimento superior. Debajo del número de su fila, una joven morena se había derrumbado contra la ventanilla. Vestía demasiado sobria para el estilo del Caribe, con una blusa de manga larga y unos jeans. Carecía de la animación del turista o la serenidad del viajante de negocios. Cuando él se sentó a su lado, la joven le escrutó el rostro con unos ojos grandes, sin maquillaje que les disimulara el cansancio, y se unió a su preludio como un instrumento de viento incorporado a la pieza:
—Disculpe, ¿usted es Rolf Schneider?
Ella le habló en un inglés de mezzosoprano, con cadencia latinoamericana. El pianista asintió.
—Soy Leticia Ríos. Es un placer conocerlo.
Leticia mostraba una piel de arena mojada y en su cabello castaño oscuro atrapaba un momento de huracán. Su mano se palpaba como la madera de un piano con nostalgia de concierto.
—¿Parte hoy al Festival de Música de Londrina? —indagó ella.
—Sí. ¿Cómo lo sabe? —contestó Rolf Schneider.
—Lo leí en la prensa. Supe que lo había invitado Marco Antonio de Almeida.
—En efecto. Coincidimos en Hamburgo hace unos meses y él me invitó como concertista y profesor al festival —afirmó con su fluidez y acento de locutor—. A decir verdad, yo ni siquiera sabía dónde quedaba Londrina.
Al pianista le sorprendió la espontaneidad de su propio comentario. La música le permitía saltarse sin reparos los linderos de la confianza.
—Yo tampoco. Me enteré ayer.
—¿Usted también va al Festival de Música de Londrina?
—Sí.
—¿Quiere decir que usted decidió este viaje ayer?
—Y compré los boletos hoy.
—¿Suele planear sus viajes con tan poca anticipación?
—¡En realidad, sí! —Fue la primera vez que la vio sonreír, con la travesura palpitando entre los ojos cansados.
Rolf Schneider había pasado temporadas en México, Colombia y otros países de Latinoamérica. Si algo no entendía de los latinoamericanos era su amor por la improvisación. Tenían paisajes maravillosos que relegaban a la atención exclusiva de los turistas, mientras ellos se lanzaban a la aventura urbana: caminar a las mil y quinientas por una zona roja, llegar impuntuales a los aeropuertos para sentir el riesgo de perder el avión, explorar los ámbitos de lo alcohólico y lo nocturno.
—¿Usted es pianista? —preguntó Rolf.
—No.
—¿Qué instrumento toca?
—Ninguno. —Los labios de Leticia Ríos, surcados por grietas, se mimetizaban con el color de sus mejillas.
—¿Entonces es directora, bailarina, coreógrafa, cantante?
—Menos. —La joven extendió los labios, en un intento de sonrisa—. Soy escritora.
Rolf Schneider no era muy asiduo a las conversaciones en los aviones. Prefería que el sueño agilizara el vuelo de las horas. Se quedó dormido cuando el avión despegó, pero retomó la charla en la noche del aeropuerto de Miami, mientras ambos esperaban la conexión a São Paulo con la aerolínea Tam.
—¿Por qué le interesa el Festival de Música de Londrina? —inquirió Rolf Schneider.
Las palabras de Leticia Ríos, solemnes como emanadas de un órgano, impidieron que el pianista alejara su atención en el resto del viaje:
—Quiero escuchar Bachianas brasileiras en Brasil.
Rolf Schneider sabía que las Bachianas brasileiras eran un conjunto de suites compuestas en el siglo XX por el brasileño Heitor Villa-Lobos y debían su nombre al matrimonio entre el espíritu barroco de Bach y el folclor musical de Brasil; sin embargo, él no las había escuchado. Cuando imaginaba a ese país inmenso de Sudamérica, pensaba en bossa nova y se disponía a explorar a autores del género cuando llegara a Londrina.
—¿No le hubiera resultado más práctico encargar un CD por Internet?
Casi se burló de su propia pregunta. Como concertista, Rolf Schneider sabía que nada superaba la experiencia de la música servida al instante, sin más maquinarias que los mismos instrumentos. Una experiencia cercana al rito y a la magia del demiurgo, irrepetible por mucho que se interpretaran los mismos repertorios en los mismos teatros. La respuesta de Leticia Ríos no lo decepcionó:
—No. Solo quien ha escuchado Bachianas brasileiras en Brasil sabe lo que eso significa.
Rolf Schneider ignoraba si la persona que tenía al lado era una verdadera artista o una millonaria excéntrica, porque solo una millonaria estaría en capacidad de cruzar media América por las Bachianas brasileiras, ¿o no?
—¿Puede vivir de la escritura? —se atrevió a preguntarle una vez instalados en los asientos del avión de Tam.
—Antes trabajaba como profesora universitaria e investigadora.
—¿Antes?
—Estoy retirada.
—Es muy joven para ser profesora universitaria, más aún para retirarse.
—Se trata de una larga historia.
—Nos quedan ocho horas de vuelo.
Leticia Ríos le contó que en Venezuela, su país natal, abundaban los profesores universitarios jóvenes. Las exigencias del mercado laboral obligaban a sumergirse en los postgrados lo más pronto posible y, al culminarlos, no resultaba difícil encontrar un puesto. Maracaibo, la segunda ciudad más populosa de Venezuela y donde había transcurrido casi toda su vida, contaba con varios centros de educación superior. Ella llevaba ventaja por sus calificaciones y la intensidad de su currículo. Pero debió renunciar y mudarse a Gran Caimán debido al trabajo de su esposo.
—¿Por qué él no viaja con usted?
—Fue a Boston para unas actividades de mecenazgo.
—¿A qué se dedica su marido?
—Es banquero.
—Gran Caimán es un paraíso para los economistas. ¿En qué banco trabaja?
—Mire. Ahí viene la aeromoza con las bebidas.
Leticia se dirigió a la aeromoza en portugués y ordenó guaraná. Rolf Schneider pidió un jugo de tomate. La escritora abrió la lata verde que fue colocada sobre su bandeja. Un líquido gaseoso entre rosado y naranja llenó su vaso. Ella lo alzó con solemnidad y emoción, y saboreó su bebida como si se tratara de un vino.
—Tal como lo recordaba —musitó ella en español.
«Los recuerdos de sabores se parecen a los recuerdos de música», le explicó a Rolf Schneider mientras tomaba pequeños sorbos del refresco y se detenía para observar las burbujas en el vaso. Hacía un año, en Curitiba, le ofrecieron probar guaraná y escuchar un concierto de Bachianas brasileiras. Desde entonces, aquella se convirtió en la bebida protagonista de todos sus almuerzos y cenas en Brasil. El café brasileño lo reservaba para los desayunos y las tardes de invierno, cuando el frío se colaba dentro de las habitaciones; mientras que las Bachianas quedaron revoloteando en su cabeza y allí seguían, aunque llevaran tantos meses solo como un recuerdo, porque hacía mucho que Leticia Ríos no escuchaba las Bachianas brasileiras ni en persona ni en reproductor, ni había vuelto a los locales de comida por kilo, donde se podía elegir de un buffet, y se pagaba la comida en función del peso del plato; ni a los restaurantes especializados en espetos, las espadas atravesadas de distintos cortes de carne asada que los mesoneros paseaban, ofrecían a los comensales y rebanaban en el plato, y servían sin parar junto con pastas y otros alimentos hasta que el cliente, a punto de reventar, rogara que no le dieran más. Ni los nombres de las comidas ni los fonemas se parecían en portugués y en español; por eso, Leticia necesitó que la guiaran en su primera visita a Brasil, pero eso ya estaba solucionado porque había aprendido un portugués de nivel intermedio. Solo le bastaba saber si sus recuerdos eran una ficción o no.
Después de ese recuento de gula y de música, a Rolf Schneider le extrañó que la escritora hubiese rechazado la cena y en el desayuno masticara con dificultad un par de galletas de soda. Se lo hizo notar y ella afirmó que los vuelos la ponían nerviosa, aunque no reflejó la menor inquietud durante un momento de turbulencia en el avión.
En el Aeropuerto Internacional de São Paulo-Guarulhos, Leticia se movía como quien reconoce un lugar olvidado. Miraba a su alrededor como queriendo aferrarse a cada letrero, cada esquina, cada mensaje de altavoz o cada rumor de pasajero apurado con equipaje. El pianista y la escritora siguieron una larga cola para tomar el vuelo de Tam a Londrina, con escala en Curitiba.
—¿Alguna vez ha sentido el horror de volver a un lugar que ama y saber que pudo haber cambiado? —le preguntó Leticia, como si apurara un sinnúmero de teclas en un scherzo.
—¿Perdón?
—Le recomiendo que cambie dinero en este aeropuerto. Quizás en Londrina no haya dónde hacerlo. Es horrible llegar a un lugar y verse solo, sin una moneda que circule siquiera. ¿Nunca le ha pasado?
Una vez tocado el suelo brasileño, el semblante de la escritora parecía haber iniciado un proceso de descomposición. Tampoco comió en el vuelo nacional, ni parecía capaz de seguirle la conversación al pianista durante la escala en Curitiba. Cuando aterrizaron en Londrina, los pasajeros bajaron por una escalerilla y esperaron el equipaje en un salón pequeño y solitario. Un representante del Festival de Música con un letrero en la mano y un inglés balbuciente aguardaba a Rolf Schneider.
Al pianista le dio lástima ver a Leticia tan despeinada y con la blusa tan arrugada, buscando con la mirada un taxi en el exterior del aeropuerto. Rolf Schneider le pidió al representante del Festival que la llevara también consigo, puesto que habían reservado alojamiento en el mismo lugar. El Hotel Bourbon Londrina sorprendió a Rolf Schneider porque se trataba de esos hoteles que tanto se veían en Europa, con un toldo destacando la puerta, en medio de una concurrida cuadra comercial. Se diferenciaba mucho de los grandes resorts y las faraónicas torres del Caribe, con numerosas piscinas y jardines inmensos. A Rolf Schneider le agradó toparse con un hotel así, íntimo y serio, al que no le faltaba nada de lo esencial. Junto al ventanal de la entrada había dos computadoras destinadas al uso gratuito de los huéspedes y aún le faltaba ver el comedor donde se servían los desayunos y el minibar abierto en la habitación.
Cuando culminó el registro, Rolf Schneider sorprendió los ojos tristes de Leticia antes de seguir al botones que la conduciría a su cuarto. El pianista le ofreció que, después de dejar las maletas, salieran a almorzar al restaurante de enfrente, llamado Alameda, donde tenían comida gratis para los integrantes del Festival. Comida por kilo, recalcó. Ella respondió que prefería dormir. Él le sugirió asistir al concierto inaugural de esa noche.
—Hay Bachianas brasileiras en el programa, ¿sabía?
—Tal vez —susurró ella antes de desaparecer por el ascensor.
Alameda reunía a un tropel de músicos noveles y profesionales que reían en las mesas, entraban, salían o transitaban con sus platos alrededor del gran buffet. Allí, Rolf Schneider aprovechó para departir con algunos invitados de habla alemana que conocía de anteriores encuentros en otras partes del mundo. De regreso al hotel, dedicó un rato al descanso. Con tantos viajes y desfases horarios a los que estaba acostumbrado, dos o tres horas de sueño le bastaban para emprender con ánimo el resto de la jornada.
En la noche, cuando bajó a la recepción, Rolf Schneider saludó a Marco Antonio de Almeida, el pianista brasileño de mediana edad radicado en Hamburgo, que se encargaba de la dirección artística del Festival de Música de Londrina; siempre tan fácil de reconocer por sus característicos anteojos de montura redonda, una frente muy amplia y su elevado cabello rizado. Almeida le explicó, en un alemán que conservaba la melodía brasileña, que el Teatro Ouro Verde, escenario de un concierto todas las noches, quedaba muy cerca del hotel. Solo había que cruzar a pie dos calles y una plaza para llegar. En medio de la charla, se abrió el ascensor y salió Leticia Ríos. Rolf Schneider perdió el hilo del parlamento de su colega. La joven llevaba el cabello castaño alisado y el rostro maquillado. Una chaqueta y una bufanda de colores vivos destacaban sus ojos vibrantes. Más de uno de los huéspedes que ocupaban la recepción dirigió su curiosidad hacia ella. Rolf Schneider esperó mientras Leticia se acercaba y celebró su apariencia. Luego, le dijo a Marco Antonio de Almeida en alemán:
—Ella es una joven dama que vino conmigo desde Gran Caimán. Habla portugués.
Marco Antonio de Almeida la encaró con sus anteojos redondos y su frente despejada, y le preguntó a Leticia en portugués:
—¿Usted es pianista?
—No, escritora.
—¿Qué la trajo al Festival de Música de Londrina?
Leticia vaciló, abrió la boca, pero no le salió voz. En ese momento, unas personas saludaron a Marco Antonio de Almeida y a Rolf Schneider. Cuando ambos se volvieron, Leticia había desaparecido. La escritora había aprovechado la salida de un grupo en dirección al teatro para colarse entre los músicos.
El tacto de las calzadas de piedra bajo sus zapatos la hizo sonreír. Igual que en Curitiba, pensó Leticia. Iba demasiado apurada como para mirar al cielo y ver las estrellas del Hemisferio Sur enmarcadas por los árboles que bordaban la plaza. Caminó sin cansancio hasta la entrada del Teatro Ouro Verde. El grupo avanzó al interior, pero Leticia fue demorada ante una taquilla. Debía pagar una entrada por no estar inscrita en el Festival. Cuando entró, subió por una rampa que conducía al patio de butacas. En el trayecto, la interceptó un hombre rubio, delgado, de barba, quien aventuró un boa noite y un guiño de ojos. Leticia le devolvió el saludo con precaución.
—Usted no es brasileña, ¿verdad?
—No. Soy venezolana.
—¿Qué hace aquí sola?
Leticia titubeó. El hombre dio unos pasos hacia ella y murmuró algo. Entre la rapidez y lo ceñido de las palabras al oído, Leticia no entendió más que el lenguaje corporal y se escurrió. A su espalda, la alcanzó la voz del hombre: «¡No huyas!». Leticia miró hacia la mitad trasera del patio y buscó un asiento en medio de la gente. Nada de filas vacías para evitar que el brasileño se volviera a acercar. Tomó asiento al lado de una señora que rondaba los treinta años, muy blanca y de liso cabello oscuro. Su vecina la saludó.
—¿De dónde es usted? —preguntó la señora, quien despedía un perfume de mandarinas.
—De Venezuela.
—¡Venezuela! ¡Qué interesante! ¿Vino para el Festival?
—Sí.
—¿Va a participar en algún concierto?
—No. Yo no toco ningún instrumento.
En el centro del escenario, destacaba la silueta de un piano de cola Essenfelder, negro, de la fábrica instalada en Curitiba desde 1909, iluminado por los focos. Un podio se mostraba discreto hacia el lado derecho. Leticia advirtió que Rolf Schneider entraba en el patio y se ubicaba en una de las primeras filas. Una luna menguante de su cabello rubio continuaba a la vista de Leticia.
—¿Cuál es el motivo de su venida? —interrogó la señora.
—Turismo.
—¿Turismo? —repitió con suspicacia— Yo nací en esta ciudad, he pasado mi vida entera aquí y puedo asegurarle que ningún turista viene a Londrina.
Leticia apartó sus ojos hacia el piano y replicó:
—Estoy escribiendo una novela sobre Brasil y quise conocer algo diferente.
—Con más razón. ¿Por qué no ir a Río de Janeiro, São Paulo, Brasilia, Curitiba, Fortaleza, Salvador, Florianópolis? ¿Ha visitado esas ciudades?
—Fui a Curitiba hace un año.
La señora aprovechó para preguntarle su nombre. Luego le dijo que se llamaba María Clara y le presentó a sus acompañantes: un hombre atlético con ojos de color parchita y una mujer bronceada de anchas cejas, a los que a duras penas Leticia pudo estrechar la mano luego de inclinarse. María Clara les anunció que Leticia era una escritora venezolana interesada en crear una novela ambientada en Londrina.
—¿Cuántas horas dura el vuelo de Venezuela a Brasil? —preguntó el hombre.
—Vine desde Gran Caimán. Vivo allá.
—Entonces hizo un largo viaje para visitar Londrina —comentó la mujer, alzando las cejas.
Leticia enumeró sus saltos aeroportuarios: de George Town, la capital de Gran Caimán, a Miami; de allí a São Paulo y, por último, el vuelo a Londrina.
El inicio del acto interrumpió la conversación. Las filas vacías del fondo ya se habían ocupado. Las palabras de un representante de la cultura paranaense y el aplaudido discurso de Marco Antonio de Almeida precedieron el alumbramiento del Festival, con el preludio de las Bachianas brasileiras n.º 4, ejecutado al piano por el polaco Witold Zlotowski.
El pianista era rubio, tan sobrio como su frac y casi tan terso como el teclado. Se alzaba como una torre sentado ante el instrumento. No miró al público mientras sus manos se dejaban hipnotizar por ese preludio triste, con algunos momentos dramáticos. Leticia lo contemplaba arrobada, henchida de realidad. Las lágrimas se le escaparon durante algunos acordes. María Clara se inclinó hacia ella y susurró:
—¿Le pasa algo?
—Nunca creí que volvería a escuchar Bachianas brasileiras en Brasil —contestó mientras borraba con sus manos la humedad de sus mejillas.
María Clara le murmuró algo al amigo a su derecha y todos se dedicaron a observar el concierto. Cuando el preludio terminó, Leticia lo aplaudió con euforia. Witold Zlotowski continuó con el resto de la suite: el coral, el aria y la danza, que se habían disipado por completo de la memoria de Leticia. En el intermedio, el aroma cítrico de María Clara volvió a invadir su butaca.
—Yo pienso que usted no vino a Londrina por turismo ni por una novela —afirmó la brasileña.
—¿No?
—Usted vino… por un hombre.
Leticia acudió al piano vacío con una expresión de sobresalto en los ojos.
—Un hombre que conoció por Internet —continuó la señora, saboreando la satisfacción de sentirse reveladora de un misterio—. Y vive aquí en Londrina.
—Bueno… sí, es verdad.
—¿Ven que tenía razón? —aulló María Clara a sus amigos— ¿Por qué él no está con usted?
—Tenía un compromiso esta noche.
—¿Cuánto le costaron los pasajes para acá? Debe de querer mucho a ese hombre para emprender un viaje tan largo —intervino la otra mujer, formando un sostenido con las cejas.
Cuando Leticia enunció el precio, los tres amigos la corearon con silbidos de asombro.
—Espero que él valga la pena y se case con usted —afirmó María Clara.
Leticia intentó reír. Las luces se apagaron y se dio inicio a la segunda parte del concierto, que consistió en dúos románticos de ópera: el reencuentro de Tristán e Isolda en la noche, Dalila con el corazón que se abría a la voz de Sansón, Aida y Radamés soñando la huida a otra tierra. A Leticia le parecía una revelación asistir a un concierto donde el amor se cantara en tantos idiomas: el alemán de Wagner, el francés de Saint-Saëns, el italiano de Verdi. Sí, tenía que ser Brasil donde convergieran todas las músicas.
Cuando culminó la función, María Clara sugirió ir a comer unas pizzas y tomar caipiriñas. Leticia manifestó que prefería regresar al hotel. María Clara insistía en la invitación, mientras Leticia insistía en la negativa, alegando que necesitaba descansar, le dolía la cabeza, ya había cenado, se encontraría más tarde con el chico de Internet, debía hacer unas llamadas a Venezuela y a Gran Caimán… Al final, se dejó convencer de que la acompañaran de regreso al hotel.
Salieron en medio de la gran marea de público que abandonaba el patio. Leticia miraba hacia los lados, hasta que, cerca de la puerta del teatro, se excusó para dirigirse un momento a Witold Zlotowski, quien conversaba con unas personas, aún vestido de frac. María Clara llegó a captar algunas palabras, pero no las comprendió. Cuando Leticia se unió a ellos, María Clara le preguntó:
—Disculpe, ¿usted habló en español con el pianista polaco?
—Sí.
—¿Y el pianista polaco habla español? —inquirió como un piano que repite los acordes con más fuerza.
—Él vivió varios años en Venezuela.
—¿Lo conocía de antes?
—No. Lo vi por primera vez en el hotel.
El trayecto de regreso al Hotel Bourbon se hizo muy corto en brazos de la conversación. Leticia se despidió de los brasileños ante la puerta. María Clara le deseó suerte con su hombre de Internet.
Al entrar en su habitación, Leticia tiró la bufanda y la cartera sobre una mesa adosada a la pared y se puso a dar vueltas alrededor de la cama, con los brazos cruzados. Esa cama y ese cuarto de hotel no eran muy distintos a los escenarios de sus anteriores conciertos en Curitiba. Desde que fue por primera vez a Brasil, su vida se había convertido en un concierto, donde cada pieza unía pasado y presente, y las diferencias de edades y lenguas se borraban, y los mismos sentimientos se tejían en diversos espacios. Importaba poco si el piso era alfombrado y la cama, doble, con sábanas blancas y una cobija roja, y el único cuadro no hacía volver la mirada. En cambio, ese silencio antes y después de un concierto, que no recogía ninguna partitura, templaba la incertidumbre de Leticia.
De repente, ella se acostó y abrió el libro que tenía sobre la mesa de noche, del cual no había podido leer ni media página desde que salió de Gran Caimán, pero lo dejó de inmediato para seguir dando vueltas. Al cabo de un cuarto de hora, tocaron a la puerta.
Leticia abrió, le cedió el paso a Witold Zlotowski, quien ya estaba en mangas de camisa, y le habló en su español fluido y veloz:
—¡Qué bueno que viniste pronto! ¡Estaba nerviosísima! Todo el mundo me ha hecho interrogatorios de policías. Primero, Rolf Schneider; luego, un fulano que me asedió cuando entraba en el teatro, una señora que estaba sentada a mi lado… ¡Hasta Marco Antonio de Almeida me preguntó si era pianista y qué hacía en el Festival de Música de Londrina! —Witold sonreía—. ¡Y la señora fue terrible! ¡Me forzó a decirle que había venido por un amor de Internet! —Él se rió—. Claro, mejor admitir eso para que no creyera que soy una terrorista, una guerrillera…
—O una falsificadora venezolana con un marido estafador exiliada en Gran Caimán, que se fugó a Brasil para encontrarse con su amante polaco.
Lo dijo con su voz de tenor y fuerte acento eslavo, nítido, sin vacilar. Leticia permaneció callada durante unos instantes.
—Si quieres, sal al pasillo y grítalo en portugués, para que todo el mundo se entere.
—Prefiero quedarme aquí descansando.
Él se dejó caer en la cama y le dirigió una sonrisa amplia, que le iluminaba los ojos azules y cambiaba su expresión de hombre sobrio y elegante, por una espontaneidad infantil. Leticia se emocionó al notar cuánto extrañaba aquella sonrisa. Se sentó en la cama. Acarició con la mirada el torso extenso y fuerte de Witold, y se inclinó hacia él, apoyando las rodillas sobre el colchón.
—Creí que nunca volvería a verte y menos que volveríamos a estar así, tan cerca —dijo Leticia.
—En el fondo, yo siempre supe que regresaríamos a Brasil. —Witold deslizó los dedos por los mechones castaños de la escritora—. ¿No crees que tu marido venga a buscarte?
—Le falta una semana para regresar de Boston. En la nota que le dejé no mencioné que vendría por ti… Mejor no hablemos de él… Por cierto, déjame ver tus manos.
Witold extendió sus manos como el marfil de las teclas del piano, desnudas y abiertas para la música. Leticia dejó que sus manos, también desnudas, se fundieran en una caricia con las suyas. Sonrió con amplitud.
—¿Qué responderás cuando te sigan preguntando qué haces en el Festival de Música de Londrina? —inquirió Witold.
—No sé. Yo misma ignoro por qué vine.
—Te ayudaré a descubrirlo poco a poco… —Witold se incorporó en la cama, alcanzó los labios de Leticia y la atrajo hacia la almohada. A milímetros de su aliento, ella añadió:
—Y yo te ayudaré a creer, a creer en nuestro amor… —Se enlazaron en un beso profundo, como preludio de su primera noche en Londrina.