Sus anillos de matrimonio chocaron cuando se tomaron de la mano derecha. Leticia, que descansaba boca abajo en la cama, llevaba uno de oro blanco, delgado y discreto, con el nombre de Reinaldo en su interior y la fecha de su boda hacía un año. Witold cargaba uno dorado, grueso, pesado, que guardaba un nombre polaco desconocido e impronunciable y no hubiera sobrevivido esos cinco años a la criminalidad venezolana.
Leticia nunca se acostumbró a amanecer con Reinaldo. Siempre despertaba antes que él, gracias al aire acondicionado que la sorprendía descubierta porque, a pesar de la cama king size, él se apoderaba de la sábana y, aunque poseía la sábana, siempre dejaba un pie afuera. Muchos conocidos envidiaron que Leticia, nunca considerada bonita en un país de misses y mujeres bellas, se casara con un banquero prometedor y atractivo. Las mujeres suspiraban por los ojos color ámbar de Reinaldo Bencomo, su nariz respingada y su cabello negro y cuidado. Cuando miraba el tobillo peludo de Reinaldo, Leticia se daba cuenta de lo caro y doloroso que había sido casarse por dinero y por despecho. Un sabor amargo la hacía saltar a servirse un café y ponerse a escribir.
Su marido compartía con Witold los trece años de vida que le llevaba, la admiración por sus logros literarios a los veinticinco años y el encanto por sus ojos grandes y oscuros (ojos de egipcia, decía Witold), pero el pianista le demostraba que las noches no podían ser más armónicas, como si siempre hubieran dormido juntos en Curitiba. A Leticia le costaba creer, mientras contemplaba a ese extranjero boca arriba, rubio, fuerte, con un torso extenso y unos ojos azules enmarcados en párpados pronunciados, que solo había pasado una semana desde que recibió su correo electrónico:
«Leticia: He venido a Brasil para dar un curso y dos conciertos de repertorio polaco. Cuando voy al teatro y ensayo la Szeherezada de Szymanowski, pienso cómo me gustaría tenerte aquí para leer un cuento tuyo todas las noches. Quiero que vengas y escuches todo lo que siento por ti en mis conciertos y fuera de ellos».
La hechizó su manera de escribir Szeherezada, así en polaco, e imaginar la palabra pronunciada con su acento. Sabía que mucho más le gustaría escucharlo en el piano. Había conocido a Witold hacía dos meses en Maracaibo, una noche de mayo, en casa de su amiga Amanda. No lo había visto antes, a pesar de conocer su trayectoria de virtuoso durante su niñez y adolescencia en Venezuela. Luego de una beca en Estados Unidos y otra en Alemania, Witold había regresado a Cracovia, su ciudad natal, donde obtuvo un cargo de profesor universitario y se había casado con una actriz de cine a la que jamás nombraba. Sus padres, ambos músicos de la Orquesta Sinfónica, se habían quedado en Maracaibo, y él nunca había perdido la vinculación con los círculos culturales de la ciudad.
Tres salidas en grupo, un beso en la comisura de los labios y el lirismo silencioso con que Witold sostenía los ojos de Leticia bastaron para iniciar una amistad vía Internet, donde sus sentimientos fueron despojándose de metáforas. Leticia siempre había soñado con casarse con un artista. En su lugar, tenía a Reinaldo: cero amante del arte, fanático de las discotecas, las muchedumbres y las páginas de sociales. Su personalidad solo se compensaba con las atenciones que él le prodigaba con el dinero que gastaba a raudales.
Leticia sonrió cuando leyó aquel correo que Witold le envió desde Brasil y se dijo: «Este hombre está demente si cree que voy a hacer algo así». Dos días después, mientras cruzaba la selva amazónica en un avión de Varig, concluyó que la demente era ella.
Encontró a Witold sumergido entre el curso, los ensayos y distintos compromisos con el Consulado de Polonia en Curitiba. Durante el día, ella se quedaba en su habitación escribiendo relatos acompañada por el repiqueteo de la lluvia en su ventana. Se trataba de una habitación alfombrada, con muebles lisos de madera clara, una cama sin cabecera ni colcha, con una manta oscura y sábanas blancas, un televisor ignorado y un minibar, un espacio en el que Leticia casi no reparaba porque su escritura la transportaba a otro mundo y los conciertos nocturnos dejaban el cuarto como un escenario neutral donde lo importante era la música y sus intérpretes. Al caer la tarde, Leticia le pasaba a Witold en la computadora del hotel un correo electrónico con el relato, que él leía antes de subir por la noche al cuarto de ella y enseñarle cómo se toca la Barcarola de Chopin en el cuerpo, cómo se siente una sonata, una suite o un scherzo, y las diferencias entre los tempos: lento, andantino, allegretto, presto, dolce sfogato… Leticia se olvidaba de la revuelta que había dejado en Venezuela.
—¡No te puedes ir, Leticia! —la increpó su marido mientras ella preparaba la maleta— Tienes que organizar el coctel de vicepresidentes para este fin de semana y debemos ir juntos a Los Ángeles para la graduación de mi hermano y luego pasar por Miami para elegir la casa…
En Brasil, ella recibía sus correos a diario. «¡Qué mal momento para irte, Leticia! ¿Qué hago con el coctel de vicepresidentes? ¿Qué casa escojo? Anda, vuelve, después sigues buscando fantasías para tus novelas. ¿No te inspira Miami?». Leticia no contestaba. Los relatos para Witold absorbían su concentración. En ellos, le contó de su infancia de niña rara, su declarada dificultad para conseguir pareja, la esterilidad literaria que padeció hacía unos años, su resurgimiento en los concursos y sus nuevas publicaciones. También le habló de Reinaldo, de los ires y venires desafortunados que la hicieron desembocar en el matrimonio. Le confesó que su prestigioso trabajo como profesora de Latín en la universidad era ad honórem. Llevaba dos años en un vía crucis por conseguir el cargo y lo que en realidad le daba dinero era la falsificación de documentos de diversa especie. Su marido trabajaba como vicepresidente de un banco, pero se permitía tantos lujos gracias al contrabando de vehículos y sus dotes de corredor de inversiones ilegales. Aparte, Leticia no soportaba a su familia política, un gentío pendiente de criticar todos sus pasos, que la mantenía encadenada a un sinfín de reuniones sociales: graduaciones, bodas, despedidas de soltera, baby showers, primeras comuniones…
Mientras Leticia sostenía la mano de Witold, blanquísima al lado de sus dedos de nuez moscada, el anillo de él le pesaba en la vista. Ella había concluido su último relato escribiéndole: «Quiero una vida verdadera». Mientras veía definir las siluetas de la habitación en aquel amanecer de invierno brasileño, imaginó con satisfacción la hecatombe que causaría en Maracaibo: escupirle a su marido que no lo amaba, restregarle que consiguió en ese pianista polaco al hombre que siempre soñó, pedirle el divorcio y, después de un año de pleitos, ella podía largarse a Cracovia y vivir la verdad de su amor.
En Curitiba, Leticia tenía que desayunar, almorzar y cenar sola porque Witold no quería que nadie se diera cuenta de esas mil y una noches sintetizadas en dos semanas. Para su primer concierto, la llenó de advertencias: «Siéntate en la última fila y no hables con nadie. Una venezolana sola, sin saber portugués, llamaría demasiado la atención. No te puedes acercar a mí en el teatro. Cuando termine, vuelve al hotel y espérame con paciencia hasta después de la medianoche porque el cónsul polaco me invitará a cenar». Leticia se retiraba al rincón más recóndito del Teatro Paulo Autran, oscuro aun cuando las luces estuvieran encendidas, y escuchaba la música de Witold, más emocionada y admirada que todos los demás asistentes, como un fantasma de la ópera. La Fantasía impromptu de Chopin desplegaba en su imaginación una vida de pasión y libertad imposible sin su pianista, mientras la Barcarola contaba un secreto de amor. A la salida, Leticia miraba de lejos a las personas que felicitaban a Witold y se alejaba en silencio. El Teatro Paulo Autran quedaba en el Shopping Novo Batel, un gran centro comercial, el único de Curitiba que tenía dos teatros, y parecía crecer cuando sus pisos pulidos se cruzaban a solas, como lo hizo Leticia. En cambio, Reinaldo, que padecía jaqueca con cualquier lectura entre el cómic y la novela, la exhibía como un juguete excéntrico: Mi mujer, la escritora venezolana Leticia Ríos.
A pesar del abandono en las comidas y el concierto, cuando Witold le tomaba la mano, parecía que ni Venezuela ni Polonia existían. Solo aquellos anillos les recordaban su fantasía.
—No sé cómo podré vivir en Maracaibo después de esto —le dijo Leticia.
—Como has vivido hasta ahora —contestó Witold, con la voz serena como la neblina que se cernía sobre la ciudad. Ella aflojó la presión de su mano—. Tú seguirás igual con tu marido, como si aquí no hubiera pasado nada. Te veré en Venezuela cuando vuelva para el concierto que tengo en noviembre. Entonces, me presentarás a tu esposo, iré con él al club, me ganaré su confianza y, cuando tengamos hijos, jugarán juntos y serán amigos.
Leticia soltó esa mano como si quemara y se incorporó. Mientras recorría con la mirada ese cuerpo tan blanco teñido de amanecer invernal, pensó en su labor de falsificadora, en seguir organizando cocteles para Reinaldo, en amarrarse a él con un hijo, y los cuatro grados centígrados del exterior se le hicieron más fríos que nunca. Ella buscó la cobija y ahogó en ella sus escalofríos.
—¿No estás de acuerdo, Szeherezada? ¿Qué esperabas entonces? ¿Que nos separáramos de nuestras parejas para casarnos? Eso no vale la pena. Formaremos un alboroto, la pasión se extinguirá en tres meses y llegaremos al mismo punto en que estamos hoy con ellos: la rutina, el sexo infrecuente y mecánico, las peleas domésticas. De este modo, nunca nos aburriremos.
No, claro que no estaba de acuerdo. Leticia no había cruzado la selva amazónica para jugar a Chopin y George Sand, ni creerse Szeherezada, ni digerir esa historia de seré tu amante bandido, bandido; ni convencerse de las ventajas de los amantes sobre los esposos.
—Leticia, si no aceptas, aún puedes volver atrás.
—No, Witold. El momento para volver atrás era antes de extender la tarjeta de crédito en la agencia de viajes.
Sin embargo, todavía podía considerar el costo del pasaje una inversión fallida, cambiar su regreso para el día siguiente y aparecer de sorpresa en Venezuela, besar a su marido, decirle que había reencontrado su amor en la soledad de Curitiba, organizar el coctel, asistir gustosa a la graduación de su cuñado, comprar la mejor casa de Miami y, sobre todo, olvidarse de fantasías, scherzos y barcarolas. Leticia se sumergió en la almohada y apretó la cobija contra su cuerpo.
Entonces, sintió los dedos de Witold caminar sobre su espalda, como al inicio de la Fantasía impromptu de Chopin, y lo que le dijo fue como sus fantasías inconfesadas de amante. «Acompáñame al ensayo, tocaré a Szymanowski, Chopin y Lutoslawski, y el teatro Paulo Autran será solo para los dos, para pensar en nuestro amor». Esa mañana, los compositores polacos le permitieron a Leticia fantasear con una vida de conciertos de música y literatura. El concierto de esa noche prolongó la fantasía, cuando Witold la dejó ayudarlo a ponerse el frac en el camerino y le pidió que se sentara en primera fila. En el transcurso de cada pieza, Leticia quería gritarle cómo no podía darse cuenta de su infelicidad. Ella la había notado desde que su amiga Amanda le preguntó por su esposa y él apenas respondió «bien». Toda la amargura que puede caber en una sílaba la sintió en ese «bien». No había que saber pronunciar el nombre de esa polaca para enterarse de que no lo quería, de que para sus ambiciones de actriz cinematográfica Polonia se quedaba corta, y seguro desearía la Green Card así como Leticia soñaba con una vida auténtica en Cracovia al lado de Witold. Leticia lo miraba desalentada o impaciente, dependiendo de la música, respirando con el balanceo tenue de Witold, que parecía hacerse el indiferente en su asiento, o temblando con cada mirada furtiva, que la sorprendía en sus sueños y desesperanzas.
El público aclamó al pianista al finalizar el concierto. Leticia se disponía a volver sola al hotel, pero Witold la presentó a los miembros del consulado polaco y pudo unirse a la cena. Al día siguiente, se atrevieron a salir juntos y caminaron por el Paseo Público de Curitiba, un parque antiguo que albergaba un zoológico de aves. Por primera vez en Brasil, ella tuvo tiempo de mirar los árboles y dejar que la lluvia se enredara en su ropa. Se sentaron en un banco, enfrente de una jaula de loros azules en vías de extinción, dándole la espalda a un estanque acariciado por unas ramas tímidas. Witold se quitó el anillo y lo dejó bailar entre sus dedos. Leticia no quería atisbar las letras del nombre polaco en su interior y cruzó los brazos para buscar calor en el corduroy de su chaqueta.
—¿Qué harías tú en Cracovia, Leticia?
—Aprender polaco.
—¿Y después?
—Daría clases de español y, de resto, escribiría y me encargaría de la casa.
—¿Cambiarías la posibilidad de un trabajo de profesora universitaria, tener servicio y la casa de Miami por una vida verdadera? ¡Qué fantasía, Szeherezada!
Leticia lo vio apretar el anillo en su mano y, por un momento, pareció que iba a lanzarlo en el estanque, pero lo volvió a colocar en su dedo.
Durante sus últimos días en Curitiba, Leticia Ríos se convirtió en invitada del Consulado de Polonia. «Ella aprenderá portugués y escribirá una novela sobre Brasil», les decía Witold a los diplomáticos («sobre las Bachianas brasileiras», corregía Leticia) y luego añadía al oído de la escritora, con ese acento eslavo que tanto la arrobaba, «una novela sobre nuestro amor». «Una novela que será un concierto», matizaba ella en un susurro.
Leticia se paseó por restaurantes de diversa gastronomía, probó la sopa barszcz y los pierogi, miró las calzadas de piedra y el abrazo de arquitecturas neoclásicas, decimonónicas y modernas. La escritora divertía a los miembros del cuerpo consular con sus historias tropicales de realismo mágico, que Witold traducía simultáneamente al polaco.
El día de regreso, Witold y Leticia viajaron juntos en el avión de Curitiba a São Paulo, pero allí les tocaba separarse para tomar sus vuelos a Varsovia y Caracas. Leticia ni siquiera había pensado qué decirle a su marido, cómo comportarse con él cuando volviera a verlo. Los amantes aferraban sus últimos minutos con besos repetidos ante la puerta de embarque. Leticia nunca había dado besos en público. Le divertía ponerse de puntillas para alcanzar los labios de Witold.
—¿Arriesgarías todo por tu vida verdadera, Szeherezada? —le preguntó Witold. Leticia asintió con una sonrisa— Entonces, espérame. Pronto iré a Venezuela.
Él avanzó por el gusano rumbo al avión. Se detuvo un instante para despedirse con la mano. Entonces, Leticia no vio ningún anillo brillar en su dedo.